Desolation Sound – Reflexiones: de las aguas bravas al mar
- Mikel Sarasola
- 15 oct
- 4 Min. de lectura
El kayak ha sido, para mí, a menudo una herramienta de escape. Una forma de huir y perderme en las aguas bravas, donde la concentración lo es todo, donde nada existe más allá del rápido que tengo delante y el mundo termina en la línea del horizonte —que normalmente no está muy lejos—.
Todos tenemos momentos en los que la vida nos sobrepasa, en los que no sabemos cómo afrontar ciertas situaciones y todo parece demasiado. Para mí, entrar en el río lo simplifica todo. Solo hay una línea, un camino, y tienes que dar lo mejor de ti —no solo por estética, no solo por el ritmo, sino porque tu vida depende de ello—. De repente, todo cobra sentido: toda tu energía converge en sobrevivir, y cuando logras fluir con ello y jugar, “arriesgando tu vida” con estilo, sientes que has ganado la partida. Es absurdo, pero de alguna manera extraña, es verdad. Cuando salgo del agua, me siento más despierto, más claro, como si mi mente se hubiera reiniciado.
El kayak de mar, en cambio, es todo lo contrario. El mundo se extiende hacia un horizonte que se aleja con cada palada, siempre más allá de tu vista. El progreso es lento y medido. Cualquiera diría que un palista de aguas bravas no está hecho para esto. La adrenalina da paso a la contemplación, la emoción a la calma. Son dos mundos distintos: uno te arrastra hacia las sombras del fondo del valle, jugando con tu oscuridad, mientras el otro abre el mundo ante ti de par en par.

La adolescencia se vive con la intensidad de quien aún no ha vivido mucho, viendo solo lo que tiene delante, surfeando cada ola por primera vez, maravillado por todo lo que el camino revela y enfrentando cada nuevo desafío con vitalidad y entusiasmo. Los golpes que uno se lleva por el camino no importan; son parte del aprendizaje. Pero al hacerse mayor, ya has experimentado esas emociones, has enfrentado innumerables situaciones. Es más difícil sorprenderse, y las cosas rara vez se sienten tan emocionantes.
Sin embargo, el tiempo me ha enseñado que crecer no significa perder esa capacidad de asombro. Significa aprender a encontrarla en otros lugares, en sitios en los que antes nunca habrías mirado. Ves el mundo de otra manera, y surgen nuevas alegrías.
A mis 38 años, siento que estoy en ese punto de la vida en el que las viejas formas ya no me sirven. Ya no tengo la misma vitalidad ni ese apetito constante por la adrenalina. En cambio, mi inquietud se manifiesta de otras formas. Puedo mirar en nuevas direcciones y entusiasmarme con cosas diferentes. Lo cual, si lo piensas bien, tiene todo el sentido del mundo.

Todavía me encanta remar y desafiarme a mí mismo, pero ahora el viaje en sí, y especialmente la compañía, importa mucho más. Pensé que al envejecer me calmaría, que no desearía tanta aventura, tanta emoción. Pero, increíblemente, siento lo contrario. Cuanto más aprendo, cuanto más vivo, más puertas se abren ante mí. Alejar el horizonte hace que el mundo que tenemos por delante sea más amplio, lleno de nuevas posibilidades.
Estos son los pensamientos que cruzan por mi mente mientras remaos por los fiordos de la costa oeste de Canadá. Con Maddi —mi pareja, mi compañera fiel, sin la cual apenas puedo imaginar estas aventuras— y mis dos amigos, Gemma y Pablo, a quienes conocí hace solo unos meses durante nuestro viaje por Canadá, pero con quienes, en la quietud de estas aguas, me he abierto como si fueran familia.
Remamos sin un destino claro, y no importa. Nos dejamos sorprender por lo que aparezca, felices simplemente de estar aquí, juntos, en este lugar. Ni siquiera sabemos exactamente dónde dormiremos esta noche —y eso, también, no importa. El paisaje pasa lentamente, algo que pone a prueba la paciencia de algunos en el grupo. No son kayakistas, no están acostumbrados a remar, y después de horas en el agua les cuesta mantener el ritmo, ansiosos por llegar al campamento y hacer otras cosas. Tal vez sea hora de detenerse.
Yo, en cambio, me dejo llevar un poco, disfrutando de la quietud de este lugar. Tomo algunas fotos, me dejo sumergir en la calma y la contemplación. Me gusta esta sensación: perderme en mis pensamientos, reflexionar sobre la vida. Ahora mismo siento que podría quedarme aquí para siempre. Me gusta. Y, de alguna manera, apenas me reconozco. En el fondo, sé que cuando me vaya probablemente extrañaré hacer algunas bajadas por el Callaghan (un río local), solo para liberar algo de adrenalina —o tal vez no… quién sabe.
Tal vez la clave esté en el equilibrio. He llegado a creer que simplemente necesitamos escucharnos a nosotros mismos y aceptar que cambiamos, que evolucionamos. Nunca pensé que disfrutaría del kayak de esta manera —yo, que siempre ansiaba lo extremo… o tal vez ya no soy esa persona. Probablemente también eso. El Mikel adolescente siempre estará dentro de mí, pero ya he vivido eso.
La calma trae este regalo: tiempo para pensar, para escuchar hacia adentro, para reflexionar. Y me doy cuenta de que no dedico ni de cerca tanto tiempo a eso como debería. En un mundo que gira cada vez más rápido, estos oasis de paz se vuelven cada vez más esenciales.



















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